Bitácora

Migrante: Ni de aquí ni de allá pero con mis sabores

Por Mariana Castillo Hernández

“Migrante” es el término general para referirse a toda aquella persona que abandona el lugar en que habita o llega a otro destino para establecerse. Las razones para migrar son infinitas. Esta palabra conlleva varias acepciones como prejuicios y banalizaciones, pero sobre todo nombres, vivencias de orgullo o desgarradoras durante siglos y siglos.

Piensa en tu familia: seguro encontrarás historias de migración, y en cada cómo, por qué, quiénes y para qué, habitan recovecos, solidaridades y barreras. No es lo mismo salir de tu hogar decidiéndolo y planeándolo que huyendo de él. Irse porque se va a estudiar, trabajar o abrir un negocio que llegar sin nada a buscarse el sustento diario. No es lo mismo llevar a quienes amas contigo que partir en soledad para probar suerte. No es lo mismo tener papeles de identidad que vivir en lo clandestino sin derechos.

Nos llevamos a donde vamos nuestra manera de nombrar y observar el mundo, así como de comer: que esto tenga continuidad no depende solo de nuestra voluntad y deseos sino del contexto. En la actualidad, múltiples situaciones políticas, sociales, económicas o culturales en todos los continentes han hecho que la movilidad sea mayor y que haya desigualdades que son cada vez más profundas. Esto sí o sí transforma los entornos, los intercambios y las necesidades alimentarias. 

Las cifras van en aumento

En el Informe sobre las migraciones en el mundo 2022 que elabora la Organización Internacional para las Migraciones de la Organización de las Naciones Unidas, en 2020 había aproximadamente 281 millones de migrantes internacionales en el mundo (3,6 % de la población total). Esto implica que el número estimado de migrantes internacionales aumentó en los últimos cincuenta años ya que esta cifra es superior por 128 millones a la cifra de 1990 y triplica a la de 1970. 

A lo anterior hay que agregar algo que para México es un tema de suma importancia. Según el reporte Inmigración en México: más apertura, menos barreras de México cómo vamos, en nuestro país el mayor número de refugiados —y no migrantes porque sus condiciones de salida y movilidad son distintas—proviene de Honduras (40.5 %). Seguido de Venezuela (17. 1 %) y El Salvador (16.6 %), de 2013 a la fecha. 

En 2021, el país de origen predominante fue Haití con casi el 40 % de las solicitudes, seguido de Honduras, Cuba y Venezuela. De acuerdo con el reporte Estadísticas migratorias. Síntesis 2022 de la Secretaría de Gobernación, a través de la Unidad de Política Migratoria, Registro e Identidad de Personas, ingresaron a territorio nacional 77 mil 626 personas migrantes de enero a marzo de 2022. Un aumento interanual de 89,3 % frente al mismo trimestre del 2021.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

Binomio cocina y migración

Al charlar con José Antonio Medina Vázquez, profesor e investigador en estudios críticos sobre alimentación, cultura y sociedad, reflexionamos sobre aquellas migraciones que son más visibles, aceptadas y mediatizadas o las que son estigmatizadas, desconocidas y hasta racializadas en términos culinarios: 

“En el presente, estoy de acuerdo con tu planteamiento de entender que hay cocinas que se invisibilizan y también están las que ganan terreno. Vemos, por ejemplo, el caso de lo que está pasando en Tijuana con expresiones como las de la cocina haitiana en términos de comida callejera que, de manera incipiente, se voltea a ver solo por ciertos sectores. Si nos fijamos, también están las cocinas olvidadas y que se divulgan poco. Este proceso puede escalarse a diferentes niveles porque esas movilidades las vemos en desplazamientos más pequeños que no necesariamente tienen que cruzar fronteras nacionales. Es lo que vemos de algunas zonas rurales hacia las ciudades cuyos procesos están olvidados mientras que otras se convierten ya en recursos mercantiles”.

Sobre los mitos entre el binomio cocina y migración, José Antonio explica que, entre los más comunes, están que las cocinas cuando se desplazan van a sufrir un proceso armónico de reimplantación en el otro lugar. Como si fuera solo ir de un proceso A hacia un proceso B; o que ambas se asocian únicamente a emociones y memorias placenteras:

“Se está sujeto a un montón de otras circunstancias relacionadas con negociaciones de diferentes índoles que no solo tienen que ver con la praxis culinaria sino también con interacciones sociales tanto de los que se desplazan como de los que no se desplazan. Además se cree que estas cocinas van a estar en los parámetros de las emociones bonitas ligadas a la nostalgia. Pero no, mucha gente tiene recuerdos traumáticos y por eso también deciden no continuar alimentando ni alimentándose así, literal y metafóricamente. Me ha tocado entrevistar a quien tiene recuerdos dolorosos y aprovecha la movilidad para olvidarse de ellos o cambiarlos a través de lo que comen”. 

En su libro “Cocina, nostalgia y etnicidad en restaurantes mexicanos de Estados Unidos” se lee:

(…) la expresión de la nostalgia en un contexto migratorio puede tener implicaciones en el reforzamiento del sentido de comunidad cuando se traduce en acciones. Como afirma Giddens (1995), en los procesos transnacionales existe una interlocución constante entre lo que se es y lo que se fue. Para Wilson (2005), la nostalgia es una manera no solo de ideologizar el pasado, sino también de mitificarlo. Además de convertirse en una suerte de mercancía cultural de una experiencia previa. En este sentido, Hannerz (1998) afirma que la migración transnacional permite que las formas significativas se conviertan en artículos de consumo que además sirven para revitalizar la etnicidad. Así, la comida como artefacto cultural adquiere un nuevo significado cuando se prepara fuera de su contexto original. Por lo explicado hasta ahora, es posible inferir que la nostalgia se puede entender como un fenómeno cultural y como una experiencia personal subjetiva a la vez.

Cocina y mestizaje

Ante la vorágine de cambios y coexistencias de nacionalidades, se vuelve aún más urgente trascender ese mito del mestizaje del que habla Fede Navarrete, especialista en historia que ha escrito numerosos artículos sobre Mesoamérica, la conquista y el racismo en México y libros como “Alfabeto del racismo mexicano”. Este imaginario también sigue enclavado hasta en las narrativas culinarias y se refuerza con el nacionalismo y su folklorización exacerbada. 

Decir que la “cocina mexicana” (en general) es la unión “entre lo europeo y lo prehispánico” (también como frase generalizada) es una idea que se queda cortísima para entendernos en amplitud. No solo en el ayer sino en el hoy pues son los tantos peros los que importan. La cultura alimentaria es efervescente, evolutiva y todo menos estática. Es útil recordar que lo llevamos a la boca es resultado de adaptaciones, aculturaciones, deseos, imposiciones, resistencias, necesidades, posibilidades e imposibilidades. Eso nos ayudará a cuestionar nuestros prejuicios y aceptar a la otredad con la que convivimos de forma cotidiana y a tener empatía ante la crisis humanitaria presente.

México ha acogido oleadas de migrantes en búsqueda de refugio a lo largo de su devenir. De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, se estima que el primer grupo bajo estas características en México fue el de los indios Kikapú de Estados Unidos a principios del siglo XIX. Seguido por los chinos que llegaron a la Comarca Lagunera a inicios del siglo XX (sin dejar de hacer mención a capítulos negros como la matanza de personas de esta comunidad en Torreón durante la Revolución).  

Después, a finales de la década de 1920, se asentaron comunidades de la en ese entonces URSS. En los treinta llegaron españoles que escapaban de la Guerra Civil. En los sesenta y los setenta, arribaron brasileños, chilenos, argentinos, entre otras nacionalidades sudamericanas; y en los ochenta, la inmigración guatemalteca fue una realidad. 

Las historias que leerás a continuación son tres realidades diferentes que se conectan con la comida en la Ciudad de México. Con sus alegrías y dificultades, con sus sentimientos alrededor de no ser de aquí ni de allá, de familias que se mantienen económica y emocionalmente gracias a su cultura alimentaria. Que no pertenecen a esas migraciones más conocidas y hasta aceptadas o a esa romantización alrededor de ella. Les agradezco abrir su intimidad para este artículo.

Antes de empezar a escribir esto en una charla alguien me dijo “te voy a presentar a X, él sí es un migrante emprendedor, que viene a darle algo bueno al país y no a robar”. Pensé en lo delicado del tema de la migración por tanta desconexión social que genera estigmatización y xenofobia movida por otras ideologías como racismo, clasismo y machismo. Ojalá podamos ser más empáticos y solidarios con refugiados y migrantes, que a diario venzamos nuestros prejuicios y paradigmas al escuchar biografías y sus claroscuros.

Pupusas y una fotoperiodista con alma de piscucha

Brenda es fotoperiodista deportiva. Llegó a la Ciudad de México en 2014. Nació en El Salvador y abrió en noviembre de 2020 La Piscucha, una pupusería pequeña dentro del taller de Jorge Baca, su amigo escultor quien la ha apoyado muchísimo. Este lugar es a la vez El Nidal, un centro cultural en la colonia Santa María La Ribera. Ella se asoció con Maribel López, su amiga mexicana que es diseñadora gráfica pues ambas necesitaban ingresos económicos. La pandemia acabó con sus planes de ir a hacer reportajes a otros países: iba a retratar la lucha de las mujeres kurdas. Tuvo que quedarse.

Bebemos café, charlamos y va mostrando sus fotos. Una de ellas, de sus favoritas, la tomó en 2008: dos jugadores de fútbol, uno de su país y otro de Estados Unidos con un balón que pasa justo frente a su rostro. “Esa es mi firma, ponerles la bola en la cabeza”.

Lo logró con un lente 200- 500mm de Nikon, se emociona al narrar esto, al hablar de su técnica: debes conocer de cada disciplina para hacerlo mejor, ayuda a entender los movimientos. Ella también practicó básquetbol y ahora, box. Es dinámica y vivaz.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

Otras imágenes que ha tomado muestran el volcán Chinchontepec y el de Izalco, los mira nostálgica mientras come una galleta de ajonjolí. Al preguntarle cómo era su vida en su país dice:

“Era relativamente tranquilo, pero nunca he vivido en paz: tengo que admitirlo. Acuérdense que en El Salvador tuvimos 12 años de guerra estipulada, reconocida, que anteriormente empezó en el 32 con la matanza de campesinos, fue casi un exterminio. Por eso es que nosotros hablamos suavecito. Cuando acaban con la mayoría de indígenas ellos tenían que hablar suavecito, ir a llorar a sus muertos suavecito. No´mbre si te escuchaban hablar náhuatl, ¡pum!, te mataban o si bien te iba, te metían a la cárcel”.

Vivencias y satisfacciones

Aunque ella no es nahuahablante, le hubiera gustado serlo. En su familia son once, tres mujeres contándola a ella que es la más joven, los demás varones, con un abuelo chamán y una abuela que volvió a nacer luego de caerse de un árbol. Su padre y madre trabajaron arduo para sacarles adelante, esta última era comerciante y vendía pollos, además de otras mercancías. Ella obligaba a sus hijas a cocinarle a sus hermanos, de ahí que la relación de Brenda con esta actividad es ambivalente. “Odiaba cocinar porque era obligatorio, me di cuenta después que sí me encanta tanto el antes como el durante y el después. Cuando estoy cocinando, me echó mi cerveza, escucho música”.

Supo desde muy niña que le gustaban las imágenes gracias a las películas antiguas que veía con su mamá: Cumbres borrascosas, historia de Emily Brontë, dirigida por William Wyler en 1939, está entre sus primeras memorias. Fue hasta los 27 años que pudo comprarse su cámara y aunque comenzó a estudiar mercadotecnia y publicidad, no acabó su carrera y la llamó a probar suerte haciendo coberturas gráficas. Pasó por jefes difíciles y machistas, por muchas vivencias y satisfacciones. Fue autodidacta en esto y también en hacer pupusas, ya que comenzó a prepararlas cuando vivió en Colombia porque extrañaba comerlas y se las hacía a sus amistades.

“Normalmente, en sábado y domingo, las familias comen pupusas. Es un alimento entre la arepa y la gordita. Redondita, con relleno, que casi siempre va a ser con una carne preparada a lo salvadoreño, que no es el chicharrón de aquí, tenés que romper ese lazo. Este se pone a cocer en agua, va despidiendo su grasa y con esa misma, se fríe y luego se muele, queda sobre todo, carnita. Después, se añade cebolla, jitomate, sal y pimienta.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

Siempre llevan queso y también pueden tener frijol, calabaza, a la que nosotros llamamos ayote. Yo hago una mezcla salvadoreña- mexicana y es con huitlacoche. En El Salvador el queso es diferente, más cremoso, así que lo que yo he hecho es que mezclo tres quesos para lograr la consistencia… Probé con queso Oaxaca y sí pero no, con manchego y sí pero no… Uso masa de maíz de las tortillerías porque es la que tengo aunque el maíz salvadoreño es más blanco”.

Las personas salvadoreñas son quienes las consumen y vienen a probarlas: si les gustan, se llevan 20, 30 y hasta 100. Las mexicanas que las piden es porque han conocido a gente de esa nacionalidad o las probaron en sus migraciones. Comparte que no hay tantas comunidades de su país y que una vez le hicieron un comentario en internet de que ella no es de donde dice ser: “vos me escuchás hablar y no vas a decir que soy mexicana ¿verdad? Yo ocupo el vos natural, si usara el me sentiría impostada porque de verdad no me sale. Nací en Zanzíbar, el caló para decir El Salvador”.

Al conversar sobre xenofobia, comparte su sentir

“Hay una gran diferencia entre extranjero y migrante, aunque las dos cosas son iguales: los migrantes somos los morenos en toda Latinoamérica no solo en México. He trabajado de aquí hasta Colombia y toda esa franja la conozco por eso y por ser pata de chucho. He observado que nosotras, nosotros, vemos a las personas güeritas, blancas, chelitas de ojitos verdes y decimos este es extranjero, no migrante. Las personas morenas como yo, que venimos de Centro América son migrantes (…) Quiero aclarar que en México me siento más cómoda que en Bogotá, allá es muy frío”.

Brenda opina que sí es impedimento ser salvadoreña:

“El color, creo, es el que te marca, esa es la diferencia. Se piensa que moreno es igual a pobre, pobre es moreno. Fijáte otro ejemplo y lo vivo aquí: estoy detrás de la plancha, nadie me conoce y solo me miran como la señora de las pupusas. A nadie le voy a decir ni explicar mi vida, pero tampoco me preguntan. Hay gente que ha llegado muy despectiva y prepotente”.

Brenda no quiere regresar a El Salvador porque ama a su tierra mexicana, a sus amigos. Ahora sus plantas y Prieto Pietro, su gato, le han dado arraigo: “aunque mis alitas ya están diciéndome ya vámonos, me está llamando mucho Perú”. Ella comprende su identidad a través de la comida. Narra que con Francesca Gargallo, su amiga escritora y feminista, hablabla mucho sobre la importancia de la comida. “En la mesa se firman acuerdos, en la mesa disfrutás, en la mesa celebrás tu cumpleaños. La comida te atrapa, mi mamá y papá nos enseñaron que si alguien llega a tu casa le das aunque sea agua. Para mí ahí resumís todo”.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

Piscucha es el nombre que se le da a los papalotes en salvadoreño. “En mi niñez, a los ocho años, mi papi me enseñó a hacer piscuchas. Para volarlas decimos encumbrar porque van para la cumbre. Entonces, me iba a encumbrarla y los vecinos me preguntaban ¿Y esa piscucha? Está bien bonita, vendémela. Y lo hacía, fue mi primer negocio: vender piscuchas.” Brenda es de espíritu libre como esas piscuchas que confeccionaba al gusto, como esas pupusas que aplasta con una tapita de plástico para hacerlo mejor.

  • La Pupusería La Piscucha, comida salvadoreña, se encuentra en Nogal 275, colonia Santa María la Ribera, y abre de jueves a domingo de 13 a 18 horas.

“Si viene a comer pupusas, toque o grite fuerte, no tenemos timbre. Sirve que se desahoga”, dice un letrero en su entrada. Su teléfono es el 55 5826 7002. Su Instagram es @pupuseria_la_piscucha.

Las Guevara y un centro de conexión venezolana

Bárbara Guevara Álvarez es originaria de Caracas, Venezuela. Tiene 30 años y llegó a la Ciudad de México en 2009. “Un 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción”, con Marilé, su madre, y sus tres hermanas menores. Los Chamos y El Propio son sus negocios en la colonia Narvarte y abrieron en junio de 2014. Más que restaurantes, ella los define como una escuela, como un punto de conexión. Para su familia, estos espacios buscan hacer comunidad a través de la comida.

Marilé, maestra de profesión, decidió salir de su país cuando cambiaron las leyes de educación y querían modificar el contenido de los libros de primaria y llenarlos de, lo ella consideró, como propaganda e ideologías políticas con una historia tergiversada. Otro detalle es que ya no se aguantaba la inseguridad. “Antes, yo salía a rumbear sola, ir de antro en antro y regresar caminando a mi casa. Eso ya no se podía hacer, en esa Caracas mis hijas ya no podrían hacerlo”.

Comparte que 2015 fue de los años más críticos para las personas en su tierra, pero que hoy en día la situación ya se está acercando a ese nivel. “Con la inflación, tu sueldo de un mes te alcanza al menos para un kilo de carne. No para pagar el pesero para ir a comprarla, nosotros ya no tenemos a nadie allá”. Bárbara recuerda que antes de irse ya no habían tantas marcas de azúcares disponibles. Que no podías encontrar leches descremadas y que le tocó formarse por cajas de alimentos que llegaban como ayuda humanitaria de otros países (algunas incluso resultaron ser escándalos de corrupción).

Fotografías Juan Pablo Tavera

Quienes llegan de Venezuela enfrentan la problemática de la documentación oficial que acredite tanto su profesión para poder trabajar como, en muchos casos, papeles de identidad. Además de que las leyes migratorias han cambiado y se vuelven más restrictivas y estrictas en México y el mundo. Marilé se nombra refugiada: “básicamente, una de las luchas que más tenemos los venezolanos en el exterior es el derecho a la identidad y al libre tránsito. ¿Cómo puedes garantizar tu movilidad si no tienes identidad y tus documentos están vencidos o no te los aceptan? Nosotras estuvimos muchos años así, apenas el pasado pudimos regularizarnos. No puedes comprar nada ni tener créditos”.

Precisamente, trabajar en restaurantes y preparar alimentos se vuelve un salvavidas para tener asegurado el sustento. Marilé dice que cocina porque le gusta comer rico y que su mamá no lo hacía, así que tuvo que aprender. Lo que ella hace, explica, es dar amor a bocaditos. Lo que más extraña de su terruño, en términos de sabores, es la comida italiana que encontraba en Venezuela porque allá hay mucha migración de ese país. Platica que cuando era niña iba a casa de algún colega de la escuela de esa nacionalidad a hacer tarea eso era lo que había en la mesa.

Ella enseñó a sus hijas a guisar y les enseñó ante todo, que la base de una buena comida está en el sofrito. Lo dice mientras su cocina huele a ajo, cebolla y jitomate. Mientras Luz Pérez, quien también trabaja con ellas, parte el pimiento rojo para sus preparaciones. Esta joven está sola en la ciudad y ahora es parte de las Guevara. Le envía dinero a su madre y padre y lleva seis años fuera de su hogar. Ya estuvo en Colombia y en más sitios buscando suerte e ingresos. Marilé está convencida de que como mujeres son mucho más vulnerables en todos los sentidos. “Cuando vamos por la calle, no ven una persona ven una vagina andando, más si eres migrante”.

Forman lazos alrededor de la comida

El menú de El Propio tiene recetas más tradicionales como variadas arepas rellenas (la reina pepiada de pollo mechado con aderezo de cilantro y aguacate. La mechada, con carne deshebrada; la pabellón, con plátano, caraotas (frijoles), carne mechada y queso blanco, entre otras), cachapas, tostones, tequeños, empanadas y distintos desayunos criollos y platos degustación. El de Los Chamos ofrece perros calientes, pepitos y hamburguesas al estilo venezolano pues es su comida callejera. Con múltiples carnes frías y la presencia constante de huevo, aguacate y aderezos como los de ajo, tocino y más.

A fin de año, preparan hallacas con la receta de la bisabuela Albertina Castillo. Marilé usa maíz amarillo y blanco para la masa. En el relleno su guisado tiene más cebolla y pimiento que tocino y alcaparras, además de que lleva pasas, aceitunas y pollo. Bárbara agrega que hay quienes usan habas y garbanzos. Estos tamales para ellas son solo de temporada, no se comen en otras fechas y las personas hacen pedidos. A eso hay que agregar que venden bebidas como el papelón, agua de limón con piloncillo, o las gaseosas como la Frescolita y Maltín, un bebible de malta.

Fotografías Juan Pablo Tavera

Bárbara dice que sus comensales son sobre todo de Venezuela. Las personas mexicanas que vienen es porque tienen amistades de ahí o ya fueron y conocen los platillos. Mientras conversamos una repartidora venezolana llega y pregunta si ya está listo su encargo de queso y una familia la felicita porque por fin pudo comer una cachapa deliciosa (una especie de hot cake de maíz amarillo con queso mozzarella adentro, mantequilla derretida y queso salado por fuera):

“Te das cuenta que la gente realmente sí forma lazos alrededor de la comida, de un plato. Buscan el calor, más que todo. Por ejemplo, hay gente que viene por un marrón, es decir un café con un chorrito de leche, que buscan algo que los reconecte. Vienen de todas partes de Venezuela que van en diferentes estados de duelo porque el duelo de la migración es uno de los más dolorosos porque no sabes cuando se quita”.

Ella sabe que la comida muestra la identidad de la gente. Al llegar, solo encontraban la masa para sus arepas, la Pam, en el mercado de Medellín en la Roma y la compraban a sobre precio porque si no, no quedaba este alimento como a ellas les gusta y es que los maíces mexicanos no son de su agrado para esta especialidad. Tampoco el tipo de quesos que encuentran en esta urbe. Además, tiene años que no come, por ejemplo, arepas de trigo que son laboriosas.

Las transformaciones que implica el refugio, la migración…

“Creo que fue Fellini quien decía que tanto la ciudad como las personas van cambiando… La Caracas que dejé ya no es la misma que es por más moños, adornos y re bacheo que le hagan, ya no es la misma. La verdad es que yo ya no la extraño. Llega un momento en el que ves de dónde eres, todas las cosas que haces y en todos los sitios donde estás. Yo no me imagino volver a empezar de cero. No regreso ni me iría a otro país como Australia o Rumania. No me veo ahí porque acá ya tengo una vida armada y nos va súper bien. Tenemos una comunidad con la que compartir la esencia de lo bonito y lo que está bien hecho”.

En su local a veces también hacen sopas, “dependiendo de la fecha y la nostalgia”. Una que a Bárbara le entraña es la sopa de leche con papas, cilantro, cebolla, un huevito, pollo y “harta leche”. “La hacemos en marzo o abril porque son esos días en los que extrañamos más el monte de donde venimos (…) la hacemos por el cumpleaños de muerto de mi abuelo Barbarito. A él le gustaba. Él era el abuelo de mi mamá y trabajaba en una distribuidora de leche, caminaba despacito y se murió de viejito”.

Marilé y Bárbara tienen muy presente la idea de optimizar recursos, de apoyar a quienes lo necesiten porque ser de Venezuela en este siglo XXI no es fácil: pertenecen a la Asociación de Venezolanos en México y a la Asociación de Mujeres Venezolanas, agrupaciones que tienen objetivos como juntar dinero y enviarlo a quienes lo requieren a través de VeneMex, asociación civil sin fines de lucro, hacer networking y organizar bazares, además de estar en constante comunicación para trabajar.

El Propio y Los Chamos está en Diagonal San Antonio 1689, colonia Narvarte. Puedes revisar sus horarios en su Instagram, @elpropiomx, o hacerles pedidos por WhatsApp al 56 2075 8807.

De Turquía y la apreciación por los sabores antiguos

Şafak Taner llegó a la Ciudad de México en 2015. Nació en Troya, pero vivió la mayor parte del tiempo en Estambul, en Turquía. Venía inicialmente por siete días a aprender sobre paletas heladas ya que deseaba abrir una tienda dedicada a ellas en  su país donde no se encontraban estas delicias que conoció en Nueva York durante uno de sus múltiples viajes como fotógrafo de alimentos.

Aunque le gusta seguir tomando fotos “porque es un virus que nunca se va de ti”, ya no disfruta tanto esa profesión porque opina que depende demasiado de las relaciones públicas y a él no le gusta sonreír solo porque sí. Tampoco le gustaba que quienes le contrataban sentían que podían comprar no solo sus servicios sino su simpatía. Al cocinar halló la luz y paz que necesitaba.

Ya había estado en Italia aprendiendo las técnicas de los gelatos, pero una amiga le dijo que en México podría saber más de este postre. La sorpresa llegó cuando el lugar que reservó para sus “clases” no era una “academia de paletas” sino una sucursal de La Michoacana. En ese entonces solo sabía decir “adiós” y “amigo” en español.

Estuvo con el dueño de la paletería unos días y ahí conoció a una familia que le pidió asesoría para los helados de su restaurante quienes le ofrecieron trabajo y él lo rechazó. No sabía que al volver a su país se llevaría una decepción mayúscula pues a quienes él creía sus amigos le robaron. Eso detonó su deseo de irse definitivamente, así que aceptó el ofrecimiento mexicano que era su opción más inmediata.

Llegó con su pastor alemán y no volvió a su terruño en seis años: “era como un nuevo juego de computador para mi, era como estar en el nivel uno. Cuando aquí eres un extranjero, la gente es muy amable. Hice fotos de comida durante 25 años y tenía mucho conocimiento, pero nunca entré antes para cocinarle a otras personas, era un reto”.

Şafak Taner, chef propietario de El Jardín de Anatolia/ Fotografía de Juan Pablo Tavera

Estuvo en ese puesto un tiempo, hizo fotos para la revista AD, luego entrenó un equipo de basquetbol de jovencitas y fue hasta diciembre de 2018 cuando empezó la historia de El Jardín de Anatolia en un local pequeño, donde era cocinero, mesero y milusos. Se comenzó a conocer de boca en boca y fue exitoso. Le hicieron entrevistas en la televisión y revistas, incluso llegaron de la embajada turca a pedirle que participara en la Feria de las Culturas Amigas. Su sistema de cobro era peculiar: no había precios, se dejaba lo que cada quien considerara justo por la calidad de la comida.

Tuvo que cerrar esa ubicación ya que le pidieron el local, así que se mantuvo como cocina clandestina unos meses en su casa hasta que se pudo mudar al local que lo aloja hoy en día en la colonia Del Carmen en Coyoacán en febrero de 2020, un mes antes de la declaratoria de emergencia sanitaria por Covid 19 en México.

Para Şafak la comida es parte fundamental de su vida, hay millones de dichos turcos y canciones dedicadas a sus preparaciones culinarias. Mehmet Ali Biltan, su abuelo, fue un militar que al retirarse, abrió un hotel con su restaurante en la costa turca. Şafak convivió en este ambiente y Fatma Taner, su abuela, era una gran cocinera: “su comida era riquísima”, recuerda mientras me ofrece unas cheburek, empanadas fritas por fuera y con carne semi cruda cocida al vapor por dentro, jugosísima.

Él es un excelente anfitrión: cuando le conoces como comensal sabes que siempre está ahí recomendando, explicando, contando alguna anécdota: la hospitalidad es lo suyo. No te dice que es el propietario y ahí está en la caja, en la entrada, en la cocina… Durante nuestra conversación varias personas entran y salen y cada grupo se despide de él cálidamente. No volvería a su país porque en México ya tiene un hijo y se siente seguro, una similitud cultural que siente aquí es el arraigo por la familia, aunque no ha sido un camino sencillo en el sentido social:

“Es algo de alma, me siento relajado de estar aquí aunque es difícil estar solo. Después de los 40 es difícil hacer amigos, aunque los tienes en el restaurante, nunca te piden ir a jugar Play Station en la casa, solo una vez me invitaron a comer pozole y otra más a un partido de los Pumas. No es fácil entrar a los círculos sociales ni hacer planes para el tiempo libre ni vacaciones ya que tienes que dejar tu restaurante y esto es algo como la cárcel, cuando entras, no es fácil salir”.

Le encantan los comentarios de su clientela mexicana pero cuando un turco le dice que le gusta, lo aprecia muchísimo porque explica que sus compatriotas no son amables: “son overdose nacionalistas, exageramos cosas, más con la comida y no viajamos tanto como los mexicanos”. Siente más libertad de crear aquí que allá pues recupera recetas tradicionales turcas que va investigando y que son difíciles de encontrar también en su nación ahora que los tiempos han cambiado, que la gentrificación llegó y la comida rápida prolifera.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

“Los restaurantes turcos que hay en el mundo suelen ser una solución para sobrevivir y la mayoría hacen kebabs yson taquerías, no restaurantes. Pienso que mi tiempo es más intelectual alrededor de la gastronomía, desde la perspectiva de un artista porque quiero algo que represente bien a Turquía, a mi alma, que sirva algo diferente que no pueden encontrar en otro lado. Yo pongo lo que quiero porque todo es nuevo para ustedes.

No tengo que hacer algo por obligación, todo es porque me gusta mucho y no seguí nada de las reglas de restaurantes de mi país. Al inicio, llamó mi atención esos letreros de “comida mexicana y algo más”. El mío no tiene letrero pero le voy a poner uno que diga “comida turca y nada más” y es que solemos ser muy especializados: hay tiendas de börek y solo hay eso, de baklava y solo hay eso, de arroz con leche y solo hay eso… hay varios lugares que solo venden una cosa y lo llevan haciendo 200 años en el mismo lugar”.

Para Şafak fue un choque cultural comer la cebolla cruda en el pozole, no entiende la diferencia de este platillo con los esquites —lo que también puede ser un prejuicio cultural común de quien llega de afuera ya que la dieta de la milpa es algo identitario y difícil de entender en una megaurbe—, pero le encantan los tamales y le parecen una invención increíble.

Un platillo que casi ningún turco conoce, que ya no se encuentra fácilmente ni en las casas ni en los restaurantes comunes sino en los especializados, y que este cocinero buscó en libros de cocina otomana para consentir en su local, es el pollo con miel o miel de Mahmut, en honor a un sultán que vivió en el siglo XVII. Lleva frutas, canela, almendras y miel con esta ave.

Otra receta vieja del imperio otomano que sirve es el lahmi kiraz, albóndigas de res y cordero marinadas en una mezcla de cerezas, piñón, vegetales y especias y con una salsa de pimiento morrón, jitomate, albahaca y melaza de granada. La carne se machaca a mano con cuchillo por lo que es suculenta, suave y jugosa. Uno más cotidiano es la sopa Yayla con yogurt y arroz. Se prepara y consume en todas las regiones de Turquía, especialmente, la sugieren cuando te sientes un poco cansado y enfermo.

Fotografía de Juan Pablo Tavera

La antigua Constantinopla fue un punto cardinal estratégico entre Europa y Asia como paso del Mar Mediterráneo al Mar Negro. Orhan Pamuk escribió en su libro Estambul que la mayor parte de las veces es por otros que nos enteramos del significado de la ciudad en la que vivimos. En ese sentido, la comida significa mucho, es mapa y coordenada de la historia y los orígenes, de los cambios o hasta la identidad que Şafak explica así:

“Yo no era un chico bastante turco: mi papá tuvo educación francesa, mi mamá fue a la escuela estadounidense, mi familia no era tan tradicional y desde mi infancia como hijo único me dijeron: vete, conoce el mundo, ten amigos. Cuando llegué a México no cambié mucho, pero te sientes extraño en tu país en algunas cosas. Si vives en una isla, para entender la vista tienes que salir en barco y verla a distancia. Cuando estás afuera, empiezas a entender algunas cosas, empiezas a agradecer otras, pero nada más. Tengo un proyecto fotográfico en mente llamado Your road is your root. Mi camino es México. Es difícil para la gente aceptarme como mexicano porque soy güero pero cuando regreso a Turquía no me siento de ahí, tengo otra visión, perspectiva, acepto muchas cosas más ahora que los turcos no podrán jamás aceptar”.

Él me compartió un poema de Nazim Hikmet que se llama Acerca del vivir y que puede cerrar este reportaje en el que no hay nada generalizable, en el que cada migración, cada búsqueda de refugio, es un grito por la vida y la libertad, además de un lazo de coexistencia con tantas otredades:

“Es decir:

has de tomar tan en serio el vivir

que a los setenta años, por ejemplo,

si fuera necesario plantarías olivos

sin pensar que algún día serían para tus hijos;

debes hacerlo, amigo, debes hacerlo,

no porque, aunque la temas, no creas en la muerte,

sino porque vivir es tu tarea”.

El Jardín de Anatolia está en avenida México 180, colonia Del Carmen en Coyoacán. Su horario es de lunes a domingo, de 12:30 a 22 horas y su teléfono es el 5573673655. Puedes ver su Instagram en @eljardindeanatolia

Share this content:

Please follow and like us: